La primera Navidad que recuerdo,
es el primero de los recuerdos que guardo de mi infancia.
Creo que fueron las
navidades que cumplí 4 años. Es un recuerdo importante, porque ya apuntaba yo
maneras y se me ocurrió meterme una pepita de mandarina (antes las mandarinas tenían
pepitas, sí o sí) en un oído. ¡¡¡ Tamaño follón!! Y todo hay que decirlo, creo
que mi pensamiento fue que hacer esa trastada, molaba, por que el pobre médico
de familia (circunstancial) , y después estupendo cardiólogo, el Dr. Fernando Arroyo,
se paso media noche, metiéndome agua tibia con una perita de goma en el oído,
hasta que la pepita de la mandarina, salió.
Recuerdo aquellas Navidades, y
muchas que siguieron, tremendamente cálidas, entrañables y familiares. Eso sí,
las mandarinas tenían pepitas y los postres que hacia mi madre, mi tía, mis
abuelas y las vecinas, eran una bendición
para el paladar de alguien con mi golosería. Eran Navidades tranquilas, había poca
celebración, verdaderamente había poco que celebrar porque la mayoría vivía con pocos derechos y menos medios, casi
como ahora. Y terminaba Navidad y lo peor era volver al cole al día siguiente
de que vinieran los Reyes Magos, aunque no volvieras a tener regalos ni juguetes
nuevos hasta el año siguiente, pero no pasaba nada, la vida seguía.
Empezaba el cole y la primera
hora no era para explicar a toda la clase los regalos que te habían dejado los
Reyes, ni tampoco se programaba que el día siguiente llevaras uno, parte o
todos tus regalos al cole para enseñárselos a tus 39 compañeros. No pasaba nada
si en tu casa solo habían pasado los Reyes de puntillas y te habían dejado una
caja de lápices de colores, porque lo importante era que papá tenía trabajo,
que mamá te cuidaba y hacia sus pinitos
trabajando también fuera de casa y que toda tu familia te quería con locura
aunque te metieras una pepita de mandarina en el oído la noche de Noche Buena.
Eso sí, las mandarinas tenían al
menos una pepita en cada gajo. Tus amigos y compañeros eran buena gente y eran
igual de felices que tú, aunque su madre pusiera bocatas de Nocilla para todos
los que invadíais la cocina a la hora de merendar y la tuya, se empeñara en que
teníais que merendar un bocata de salchichón y una fruta. Y no importaba que
apellido tenía uno u otro, o de que familia era, porque entonces, todos (menos algún
tontito) erais de buena familia, sin practicar de nada, más que de personas
felices y sin complejos.
Entonces, Navidad duraba todo el
año. Los buenos sentimientos, eran de verdad y no se fingía el ayudarse unos a
otros, en días determinados, se hacía cada día y todo el año. “El hoy por ti y mañana por mí”
era una práctica tan cotidiana como el tráfico gratuito y desinteresado de ropa y calzado heredado, la
cuna y un sinfín de cosas que tenían la posibilidad de aprovecharse hasta límites,
hoy insospechados.
Hoy dura poco la magia. Termina
la Navidad como empieza, con la misma insatisfacción
y el mismo desánimo. ¿Por qué? …
Puede que se nos haya olvidado
ser felices, disfrutar de lo que tenemos. Puede ser que hayamos olvidado cómo
fue nuestra infancia y de dónde venimos. Puede que ya no recordemos que podemos
hacer mucho, desterrar vicios nefastos de nuestra sociedad, no aborregarnos en
la apatía, la desidia y la torpeza de consentir lo que no está bien o no es
justo. Puede que sea cierto que no nos estemos dando cuenta de todo lo que
podemos hacer y somos capaces de hacer para que dure la magia…
Será por que las mandarinas, ya
no tienen una pepita en cada gajo.
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