lunes, 28 de enero de 2013

La memoria de nuestra piel


Algunas veces, cuando oigo las grandes quejas de los adultos, ante todas las situaciones que plantea la crisis, me da miedo pensar qué nos vamos a encontrar en nuestro futuro. Y dicho así, puede parecer un mero comentario, carente de mucha reflexión. Puede serlo, pero mi inquietud viene dada por un ejercicio de memoria que llevo haciendo desde hace un tiempo, enlazado con la cotidianidad de la vida misma.

Hace no muchos días, leía a Hipo en su blog de Exbilderberg, un pulsador de actualidad encomiable y sobrio, que dedicaba su artículo a la diferencia cada vez más marcada entre pobres y ricos. En uno de los comentarios a ese escrito, se hablaba de una parte de esta sociedad que de algún modo está un tanto olvidada, la infancia. No sé, supongamos que es por aquello tan redicho de que a los niños se les olvidan las cosas que han vivido cuando van creciendo y todo eso. O que nuestra necesidad de paliar culpas y expiar responsabilidades, nos hace conjeturar que del mismo modo que se nos olvida lo que duele que nos salgan los primeros dientes, esto, también se va a olvidar. 

Ojala fuese así, pero me temo que no. Estamos dando una clase magistral de cómo hacer mal las cosas a una parte de la sociedad, la infancia y la juventud, que recordará lo que somos capaces de hacer y de consentir.

He tenido la fortuna de vivir en casi todas las comunidades autónomas de este país, con ello, no alardeo de nada, más que de muchos recuerdos y algunas cosas aprendidas, mejor o peor, como tocar la caja, hacer empanada gallega o saber diferenciar unas alubias de Tolosa de unas habichuelas. Pero en la memoria, estas circunstancias si me han dejado, algunos recuerdos que mientras el invacunable Alzheimer  no decida atacarme, mantendré intactos. Uno de ellos, pertenece a la época en la que dejé de comer boquerones en vinagre, gracias a un descomunal empacho en Santurce que llegó hasta el punto de que no volviera a tomarlos, hasta cumplidos los 20 años. 

En ese momento contaba con unos 6 años más o menos y vivía en Vizcaya, en la margen izquierda, zona industrial por excelencia, y sí, recuerdo perfectamente gritos, carreras, policías (los grises) y conversaciones en susurros de vecinos, conocidos  etc. Pero tal vez, uno de los recuerdos más grabados en mi memoria, es el de la infinidad de bolisas negras que dejaba en el aire la goma quemada de los neumáticos de las barricadas, junto con la precariedad con la que en mi entorno, vivían los adultos, a pesar de que en esa época, Vizcaya, tenía la renta per cápita más alta del país.

Cuando pienso en aquella parte de mi infancia, si recuerdo que era feliz, pero indudablemente, aprendí más tarde a relacionar qué es lo que pasaba,  por qué se quemaban ruedas, por qué corría la gente por las calles y por qué había una policía temida y a la que casi se la nombraba con  secreto y bastante miedo, que eran los grises. Sin duda esa y otras muchas vivencias hicieron mella en mi memoria, una memoria, que aún hoy va marcada en mi piel. 

Porque no es un cuento eso que nos dice el dermatólogo cuando nos explica que “la piel tiene memoria”. Y no se trata de hacer una comparativa sobre vivencias, sino simplemente de valorar esa memoria y de preguntarnos ¿Qué recordaran los que hoy están estrenando su vida, de esta época que les está tocando vivir? ¿Cómo se grabará esta parte de la historia de su vida, en sus valores, en su desarrollo, en su maduración? Y ¿Cómo nos la repercutirán a nosotros, sus adultos, en un futuro?

Cuando pienso que tenemos un país en el que la confianza en los Grandes Poderes, está en mínimos, sin hacer más sangre, la fe de este país se ha diluido ante el legislativo, el ejecutivo y el judicial.

Nadie cree ni espera nada bueno de ellos, como no se espera de la banca que está destrozando la espina dorsal de este país, azotado como todos por la crisis. Nadie cree y lo peor, es que eso es lo que le repercutimos a la infancia y la juventud de este país. Pero ¿Cómo van a creer? Es merecidamente imposible creer en quien consiente que 3 de cada 10 niños, viva por debajo del umbral de la pobreza y “dona” a la banca decenas de miles de millones de euros. Es imposible creer en una sociedad que no hace NADA ante situaciones como la de las nuevas tasas judiciales. 

Es imposible creer en quienes permiten que en este país le falte un techo a una familia, cuando hay miles de casas vacías. Es imposible creer en una justicia que considera que un niño con 12 años, necesita teniendo casa propia, mas de 800 € para vivir y lo dicta en sentencia, y no se pronuncia ante los niños que no tienen para comprar, ni siquiera, libros usados  de segunda mano para ir al colegio.

A mí, me da vergüenza esta sociedad que estamos manteniendo y alentando. Me asusta profundamente cuál será el pago que recibiremos cuando sean estos niños y estos jóvenes  a los que damos hoy estas lecciones de vida,  los que conformen el soporte de nuestra vejez.

Tengo la suerte de rodearme de cerca de personitas en una horquilla de edad que va desde los 5 hasta los 20 años y la verdad es que aunque hace gracia oír la palabra “chorizo” en alguien que levanta el metro escaso del suelo, la reflexión, es dura. Y si escuchas lo de “nadie se preocupa por nadie” entre los que justo llegan al metro, entonces te tiemblan las piernas y piensas, ¿Qué están aprendiendo? ¿Qué semilla estamos sembrando? ¿A dónde estamos conduciendo a esta sociedad? ¿Qué futuro nos espera? Lo que se esgrime de las palabras de los que pasan de 15 años, es mejor ni pensarlo.

Nosotros, los que hemos heredado la sociedad que construyeron nuestros padres,  dejándose  la piel en aquellas huelgas corriendo delante de los grises, para conseguir nuestro presente de respeto laboral, de justicia y de libertad, hoy,  hemos perdido ese testigo, sin darnos cuenta de que esa, no era una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos. 

Nosotros que decidimos inculcar a nuestras generaciones posteriores que ellos eran los reyes del Mambo, descuidando muchas veces aspectos de su educación, como la responsabilidad, el respeto, el agradecimiento, la caridad y la humildad, la generosidad, ¿les habremos educado adecuadamente para que sean humildes ante esta situación que les toca vivir? ¿Qué responsabilidad, respeto, generosidad, caridad y humanidad, podremos reclamarles ante esa carencia de base en su educación y la situación que estamos consintiendo que vivan?

Creo que hemos dejado que haya muy poca mecha para tanta bomba, que indefectiblemente explotará y acarreará consecuencias que nos tocará aprender a vivir, con la humildad que no hemos sabido enseñar. 



miércoles, 23 de enero de 2013

El camino de regreso


Hace un tiempo que vivo una situación que inicialmente me parecía, por los comentarios que hacían referencia a ella, algo muy raro. Ahora, pasado un poco de tiempo, me he dado cuenta de que es una situación vital bastante común a mi generación. Y enclavo mi generación a ese grupo selecto de personitas que vimos la luz entre los años 60 y los 70, o para centrarnos mejor, a los que por arriba o por abajo, rondamos los cuarenta.

Hace un tiempo, por razones que después explicaré, decidí dar un parón a mi vida. No piense nadie que me sometí a ninguna práctica ninja y ralenticé todas mis funciones. No, sólo decidí parar, mirar, sopesar y valorar si lo que estaba haciendo, era lo que quería hacer con mi vida.

Estaba en un momento vital en el que aparentemente, lo había conseguido todo. Estudie, y ejercí la profesión que me gustaba y la que me sigue corriendo por las venas y con ella, conseguí el éxito, el respeto y la consideración, tanto económica como profesional, que cualquiera hubiera deseado. Tenía una casa estupenda, un sueldo estupendo,  una familia estupenda y una vida estupenda, según los cánones que marca la sociedad. Aparentemente, no podía pedir más. Bien, pues ¡lo que es la vida!, las circunstancias y el destino me llevaron varias veces a ejercer mi profesión en entornos completamente contrarios a los que la ortodoxia de mi profesión recomienda y a mí cada una de esas experiencias, me fue haciendo mella. Evidentemente, no me marcó igual la primera vez, con poco más de 26 años, que la que viví cuando tenía 40. No por que fuese más ruda la ultima que la primera, sino por la porosidad que había adquirido la piel de mi personalidad. La última, tambaleó los cimientos de mi vida y me hizo recordar milímetro a milímetro las anteriores circunstancias críticas en las que mi profesión se había desarrollado en estado puro, sin precio, sin costes, sólo con las manos y a cambio únicamente, de la gratitud  de quien recibía mi dedicación y de la satisfacción que esa gratitud y  la sensación del trabajo bien hecho me dejaba.

Y entonces, tomé la decisión. Me había cansado de tanta ornamenta, de tanta decoración superflua, yo quería hacer las cosas que sé hacer, como las sentía, en las que creía pero del modo que me parecía más honesto.

Es cierto que hasta entonces, siempre, por pura ética y convicción, me dejé el alma en mi trabajo. Me educaron para hacer las cosas, no sólo bien, sino lo mejor que fuese capaz de hacerlas, pero no es solo cuestión de educación, sino de creencia absoluta de que esa es la manera de hacerlas,  pero a partir de ese momento de reflexión, la mejor manera dejó de ser la más ortodoxa y sentí la necesidad de dar un cambio a mi vida, de abandonar el estatus del éxito exterior y encarar con lo que viniera, el éxito interior. No pretendía aplausos, pero ¡coño! tampoco tanta critica. La verdad es que en algún momento, si me hizo daño el sentimiento de parte de mi entorno, en el que me recriminaba una falta de responsabilidad, poco respeto por mi “éxito” y por “lo que había conseguido”. Hoy, no tengo ningún pudor en decir que no sabían lo que decían, porque el verdadero éxito, lo he conseguido en las miradas, en el afecto, en las sonrisas, en el cariño.

Hay cosas infinitamente más generosas que un sueldo, por muy importante que este sea y aunque no te den de comer. El éxito, tiene tantas caras y tan distintas como las necesidades de los seres humanos.

Al ir pasando el tiempo, he descubierto, que no soy la única, es más, que de esta generación mía, tan curiosa, que es la generación del éxito, en la que quien más quien menos, hizo una carrera, y rápidamente encontró un trabajo o se hizo su propia empresa y alcanzo el éxito, teniendo un trabajo estable y una vida cómoda, muchos, vamos decidiendo dar un giro a nuestra vida en busca de, quizás algo mas difícil, o que no sea tan sencillo y rápido como lo fue nuestra primera parte de la vida, y vamos buscando un éxito, que tiene un cariz diferente, porque no es el éxito de escaparate, sino que es el éxito interior.

Todos, hemos reestructurado nuestro concepto de hogar, y hoy defendemos  que nuestro hogar está donde esta nuestro corazón y nuestro corazón, está donde nos sentimos bien. Hoy no somos aquellos que antes tenían entrada en todos los sitios y se relacionaban con cualquiera. Hoy, hemos tornado a nuestros orígenes y somos escrupulosos para dar el titulo de Amigo. Buscamos personas y cosas de verdad, que nos llenen y abrimos nuestro hogar a quienes nos miran a los ojos sin juzgarnos y nos enseñan su verdad sin prejuicios. A quienes nos han enseñado que sonreír, no es enseñar los dientes, sino enseñar el corazón. Formamos parte de esa cadena que entiende que no puede cambiar el mundo, pero si puede cambiar su metro cuadrado y tal vez un poco más.

Hoy hacemos nuestro camino de regreso, con tanta osadía e ilusión que tal vez, todo lo difícil nos parece valido para conseguir nuestro objetivo, sentirnos bien con lo que somos, con lo que queremos en nuestra vida. 

Tal vez seamos carne de cañón, pero nos relacionamos con personas con valores, con principios, con criterio, que saben del valor de la palabra, de la ilusión, de las ganas, de la ayuda y la solidaridad, del respeto, que son el aliento para la esperanza de que algo se puede cambiar y no es imposible el camino de regreso.


viernes, 11 de enero de 2013

Qué poco dura la Magia


La primera Navidad que recuerdo, es el primero de los recuerdos que guardo de mi infancia.

Creo que fueron las navidades que cumplí 4 años. Es un recuerdo importante, porque ya apuntaba yo maneras y se me ocurrió meterme una pepita de mandarina (antes las mandarinas tenían pepitas, sí o sí) en un oído. ¡¡¡ Tamaño follón!! Y todo hay que decirlo, creo que mi pensamiento fue que hacer esa trastada, molaba, por que el pobre médico de familia (circunstancial) , y después estupendo cardiólogo, el Dr. Fernando Arroyo, se paso media noche, metiéndome agua tibia con una perita de goma en el oído, hasta que la pepita de la mandarina, salió.  

Recuerdo aquellas Navidades, y muchas que siguieron, tremendamente cálidas, entrañables y familiares. Eso sí, las mandarinas tenían pepitas y los postres que hacia mi madre, mi tía, mis abuelas  y las vecinas, eran una bendición para el paladar de alguien con mi golosería. Eran Navidades tranquilas, había poca celebración, verdaderamente había poco que celebrar porque  la mayoría  vivía con pocos derechos y menos medios, casi como ahora. Y terminaba Navidad y lo peor era volver al cole al día siguiente de que vinieran los Reyes Magos, aunque  no volvieras a tener regalos ni juguetes nuevos hasta el año siguiente, pero no pasaba nada, la vida seguía.

Empezaba el cole y la primera hora no era para explicar a toda la clase los regalos que te habían dejado los Reyes, ni tampoco se programaba que el día siguiente llevaras uno, parte o todos tus regalos al cole para enseñárselos a tus 39 compañeros. No pasaba nada si en tu casa solo habían pasado los Reyes de puntillas y te habían dejado una caja de lápices de colores, porque lo importante era que papá tenía trabajo, que mamá te cuidaba y  hacia sus pinitos trabajando también fuera de casa y que toda tu familia te quería con locura aunque te metieras una pepita de mandarina en el oído la noche de Noche Buena.

Eso sí, las mandarinas tenían al menos una pepita en cada gajo. Tus amigos y compañeros eran buena gente y eran igual de felices que tú, aunque su madre pusiera bocatas de Nocilla para todos los que invadíais la cocina a la hora de merendar y la tuya, se empeñara en que teníais que merendar un bocata de salchichón y una fruta. Y no importaba que apellido tenía uno u otro, o de que familia era, porque entonces, todos (menos algún tontito) erais de buena familia, sin practicar de nada, más que de personas felices y sin complejos.

Entonces, Navidad duraba todo el año. Los buenos sentimientos, eran de verdad y no se fingía el ayudarse unos a otros, en días determinados, se hacía cada día  y todo el año. “El hoy por ti y mañana por mí” era una práctica tan cotidiana como el tráfico  gratuito  y desinteresado de ropa y calzado heredado, la cuna y un sinfín de cosas que tenían la posibilidad de aprovecharse hasta límites, hoy insospechados.

Hoy dura poco la magia. Termina la Navidad como empieza, con la  misma insatisfacción y el mismo desánimo. ¿Por qué? …

Puede que se nos haya olvidado ser felices, disfrutar de lo que tenemos. Puede ser que hayamos olvidado cómo fue nuestra infancia y de dónde venimos. Puede que ya no recordemos que podemos hacer mucho, desterrar vicios nefastos de nuestra sociedad, no aborregarnos en la apatía, la desidia y la torpeza de consentir lo que no está bien o no es justo. Puede que sea cierto que no nos estemos dando cuenta de todo lo que podemos hacer y somos capaces de hacer para que dure la magia…

Será por que las mandarinas, ya no tienen una pepita en cada gajo.