Algunas veces, cuando oigo las
grandes quejas de los adultos, ante todas las situaciones que plantea la
crisis, me da miedo pensar qué nos vamos a encontrar en nuestro futuro. Y dicho
así, puede parecer un mero comentario, carente de mucha reflexión. Puede serlo,
pero mi inquietud viene dada por un ejercicio de memoria que llevo haciendo
desde hace un tiempo, enlazado con la cotidianidad de la vida misma.
Hace no muchos días, leía a Hipo
en su blog de Exbilderberg, un pulsador de actualidad encomiable y sobrio, que dedicaba
su artículo a la diferencia cada vez más marcada entre pobres y ricos. En uno
de los comentarios a ese escrito, se hablaba de una parte de esta sociedad que
de algún modo está un tanto olvidada, la infancia. No sé, supongamos que es por
aquello tan redicho de que a los niños se les olvidan las cosas que han vivido
cuando van creciendo y todo eso. O que nuestra necesidad de paliar culpas y
expiar responsabilidades, nos hace conjeturar que del mismo modo que se nos olvida
lo que duele que nos salgan los primeros dientes, esto, también se va a
olvidar.
Ojala fuese así, pero me temo que no. Estamos dando una clase
magistral de cómo hacer mal las cosas a una parte de la sociedad, la infancia y
la juventud, que recordará lo que somos capaces de hacer y de consentir.
He tenido la fortuna de vivir en
casi todas las comunidades autónomas de este país, con ello, no alardeo de
nada, más que de muchos recuerdos y algunas cosas aprendidas, mejor o peor,
como tocar la caja, hacer empanada gallega o saber diferenciar unas alubias de
Tolosa de unas habichuelas. Pero en la memoria, estas circunstancias si me han
dejado, algunos recuerdos que mientras el invacunable Alzheimer no decida atacarme, mantendré intactos. Uno de
ellos, pertenece a la época en la que dejé de comer boquerones en vinagre,
gracias a un descomunal empacho en Santurce que llegó hasta el punto de que no
volviera a tomarlos, hasta cumplidos los 20 años.
En ese momento contaba con unos 6
años más o menos y vivía en Vizcaya, en la margen izquierda, zona industrial
por excelencia, y sí, recuerdo perfectamente gritos, carreras, policías (los
grises) y conversaciones en susurros de vecinos, conocidos etc. Pero tal vez,
uno de los recuerdos más grabados en mi memoria, es el de la infinidad de bolisas
negras que dejaba en el aire la goma quemada de los neumáticos de las
barricadas, junto con la precariedad con la que en mi entorno, vivían los
adultos, a pesar de que en esa época, Vizcaya, tenía la renta per cápita más
alta del país.
Cuando pienso en aquella parte de
mi infancia, si recuerdo que era feliz, pero indudablemente, aprendí más tarde
a relacionar qué es lo que pasaba, por
qué se quemaban ruedas, por qué corría la gente por las calles y por qué había una
policía temida y a la que casi se la nombraba con secreto y bastante miedo, que eran los grises.
Sin duda esa y otras muchas vivencias hicieron mella en mi memoria, una
memoria, que aún hoy va marcada en mi piel.
Porque no es un cuento eso que nos
dice el dermatólogo cuando nos explica que “la piel tiene memoria”. Y no se
trata de hacer una comparativa sobre vivencias, sino simplemente de valorar esa
memoria y de preguntarnos ¿Qué recordaran los que hoy están estrenando su vida,
de esta época que les está tocando vivir? ¿Cómo se grabará esta parte de la
historia de su vida, en sus valores, en su desarrollo, en su maduración? Y ¿Cómo
nos la repercutirán a nosotros, sus adultos, en un futuro?
Cuando pienso que tenemos un país
en el que la confianza en los Grandes Poderes, está en mínimos, sin hacer más
sangre, la fe de este país se ha diluido ante el legislativo, el ejecutivo y el
judicial.
Nadie cree ni espera nada bueno
de ellos, como no se espera de la banca que está destrozando la espina dorsal
de este país, azotado como todos por la crisis. Nadie cree y lo peor, es que
eso es lo que le repercutimos a la infancia y la juventud de este país. Pero ¿Cómo
van a creer? Es merecidamente imposible creer en quien consiente que 3 de cada
10 niños, viva por debajo del umbral de la pobreza y “dona” a la banca decenas
de miles de millones de euros. Es imposible creer en una sociedad que no hace
NADA ante situaciones como la de las nuevas tasas judiciales.
Es imposible
creer en quienes permiten que en este país le falte un techo a una familia, cuando
hay miles de casas vacías. Es imposible creer en una justicia que considera que
un niño con 12 años, necesita teniendo casa propia, mas de 800 € para vivir y lo dicta
en sentencia, y no se pronuncia ante los niños que no tienen para comprar, ni siquiera, libros usados de segunda mano
para ir al colegio.
A mí, me da vergüenza esta
sociedad que estamos manteniendo y alentando. Me asusta profundamente cuál será
el pago que recibiremos cuando sean estos niños y estos jóvenes a los que damos hoy estas lecciones de vida, los que conformen el soporte de nuestra vejez.
Tengo la suerte de rodearme de
cerca de personitas en una horquilla de edad que va desde los 5 hasta los 20
años y la verdad es que aunque hace gracia oír la palabra “chorizo” en alguien
que levanta el metro escaso del suelo, la reflexión, es dura. Y si escuchas lo
de “nadie se preocupa por nadie” entre los que justo llegan al metro, entonces te tiemblan las piernas y piensas, ¿Qué
están aprendiendo? ¿Qué semilla estamos sembrando? ¿A dónde estamos conduciendo
a esta sociedad? ¿Qué futuro nos espera? Lo que se esgrime de las palabras de
los que pasan de 15 años, es mejor ni pensarlo.
Nosotros, los que hemos heredado
la sociedad que construyeron nuestros padres, dejándose la piel en aquellas huelgas corriendo delante
de los grises, para conseguir nuestro presente de respeto laboral, de justicia
y de libertad, hoy, hemos perdido ese testigo, sin darnos cuenta de que esa, no
era una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos.
Nosotros
que decidimos inculcar a nuestras generaciones posteriores que ellos eran los
reyes del Mambo, descuidando muchas veces aspectos de su educación, como la
responsabilidad, el respeto, el agradecimiento, la caridad y la humildad, la generosidad, ¿les
habremos educado adecuadamente para que sean humildes ante esta situación que les toca vivir? ¿Qué responsabilidad,
respeto, generosidad, caridad y humanidad, podremos reclamarles ante esa carencia de base en
su educación y la situación que estamos consintiendo que vivan?
Creo que hemos dejado que haya muy
poca mecha para tanta bomba, que indefectiblemente explotará y acarreará
consecuencias que nos tocará aprender a vivir, con la humildad que no hemos
sabido enseñar.
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